Dice Bonnie Joe Campbell, la mujer que fue empleada de un circo —vendía granizados, y luego hacía todo tipo de cosas, incluido el viajar por todo Estados Unidos montando y desmontando la carpa— antes que escritora, que la literatura norteamericana es cruel con aquellos que, como ella, jamás tuvieron una red. Y que por eso cuando se habla del sueño americano truncado se hace desde el suburbio, con vistas a la piscina del vecino, o desde un diminuto pero sofisticado apartamento en Nueva York.
Dice la autora de ‘Mujeres y otros animales’ (Dirty Works) que si el gótico sureño nació de algún tipo de derrota, su literatura y la de que todos aquellos que, como ella, no se tenían más que a sí mismos para sobrevivir, también. Pero no sabe si algún día importará tanto como aquella.
William Gay no se enroló en ningún circo, pero vivió una vida al margen, en una cabaña, en mitad de ninguna parte. Hay fotografías en las que puede vérsele en el umbral de esa cabaña, algo de vieja madera, sosteniendo a la vez una destartalada taza y un cigarrillo, con cara de pocos amigos, flequillo revuelto y grasiento, bigote abundante y caído.
William Gay es un caso singular en eso que se ha dado en llamar ‘grit lit’, porque, si bien no pierde de vista la clase de tipos, y mujeres, a los que retrata —eso que escapó de considerarse ‘white trash’ porque siempre tuvo un libro a mano y pudo esquivar el hundimiento, o más bien, la ignorancia—, lo que hace podría considerarse un extraño tipo de terror rural, o folk horror, metaficcional.
Al menos es lo que ocurre en ‘Hermana muerte’, una de sus dos novelas perdidas, que se encontraron después de su muerte. Gay murió en 2012, de, aparentemente, un ataque al corazón. Tenía 70 años. Publicó tan sólo tres novelas, y otras tres colecciones de cuentos, en vida. Ganó un premio —el James A. Michener Memorial Prize—. Se le consideró el nuevo Larry Brown —un clásico ‘grit lit’—, y, después de la publicación de ‘Hermana muerte’ —aquí rescatada por Dirty Works—, un cruce entre Flannery O’Connor y Stephen King. O, mejor, “como si Faulkner hubiese escrito El resplandor”. No, no fue terror todo lo que escribió William Gay, aunque lo despiadado del mundo que habitan sus personajes —a menudo adolescentes perdidos—, podría considerarse horror social.
Lo que ocurre en ‘Hermana muerte’ es que David Binder, un novelista de esos de los que habla Bonnie Jo Campbell, sin ningún tipo de red —es decir, alguien que no puede pedir prestado dinero a nadie para pagar el alquiler porque todos a su alrededor son tan pobres como él—, se instala, con su mujer embarazada y su hija pequeña, en un caserón supuestamente encantado.
Quiere escribir una novela de fantasmas. Y piensa ambientarla ahí. Pero la casa no los quiere ahí. El Ente, que atormentó en su momento a los Beale —algo que aprendió a hablar, y que tendía a juzgar mal y con horrendas palabras todo lo que hacían—, hizo perder la cabeza en otro momento a Owen Swaw que, como Jack Torrance en ‘El resplandor’, trató de acabar y acabó con su familia. Sus tres hijas, él mismo.
La historia adopta la forma de una clásica pulp fiction en la que se viaja del pasado maldito a aquello que se ha escrito sobre él, y al presente en el que, a la vez que se escribe sobre él, la maldición sigue presente. El terror que dibuja Gay es en todo momento un curioso terror sucio, en el que los fantasmas a menudo se manifiestan como invasiones de ratas —ratas fantasma cayendo sobre la cama en mitad de la noche— o como nada sofisticados deseos animales.
En el fondo, hablaba de sí mismo. El mundo que conocía. El de los otros Estados Unidos, aquellos en los que nada de lo que ocurre importa para la literatura. Gay fue a Vietnam. Trabajó de carpintero, de instalador de paneles de yeso, pintó casas. No publicó su primer libro —El hogar eterno— hasta los 57 años.
Y ¿adivinen qué? Un día se topó con una novela de Cormac McCarthy en el anaquel de un supermercado y la compró. Era ‘La oscuridad exterior’. Gay tenía alrededor de 30 años, corrían los años 70. La novela le encantó. Pensó que tenía que decírselo a McCarthy. Buscó su nombre en el listín, le llamó. El escritor respondió.
A partir de entonces, empezaron a hablar por teléfono a menudo. Largas conversaciones sobre literatura. McCarthy incluso le envió el manuscrito de Sutree antes de que se publicara. Consintió en leer sus relatos. Le dio indicaciones. Su historia es una historia no contada porque su protagonista, en cierto sentido, nunca existió. Y, sin embargo, la literatura de uno y otro crecieron en paralelo, lejísimos, al otro lado del teléfono.
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